Historia y conciencia de los profesores de español para extranjeros
Con la devaluación de 2002 apareció un nuevo empleo para los hombres y mujeres de letras: las clases de español. ¿Cuánto se paga? ¿Quién consume? ¿En qué convenio laboral están? Turismo, marketing y unos cuantos problemas sindicales.
Por Ana Mazzoni y Damián Selci
1. En el principio fue el 3 a 1
Absorto en las urgencias del año 2002, el reflexivo doctor Roberto Lavagna acaso no tenía tiempo de imaginar que su antídoto contra la recesión (retención a las exportaciones, repunte de la recaudación y un tipo de cambio “competitivo”) lo situaría como padre biológico de la actual revolución cultural que sacude a nuestras pampas. Porque Buenos Aires, qué dudarlo, ya no es la misma. Si antes comprábamos lápices chinos, televisores japoneses y viajábamos a Cancún para estrenar nuestra posmoderna opulencia, ahora nos visitan turistas de todas partes del mundo: alemanes, franceses, brasileños, norteamericanos, suizos, japoneses, finlandeses, chilenos… ¿Qué hacen estos buenos amigos extranjeros? Comen nuestra carne, disfrutan nuestro clima, visitan nuestros museos, bailan nuestra música, aprenden nuestra lengua, admiran nuestros paisajes naturales y urbanos. Todas actividades, es obvio, que se inscriben límpidamente en el marco de la ascendente industria del turismo. No es difícil explicarse que Argentina aparezca en el mapa del viajero del primer mundo como un destino sugerente. Las razones para venir aquí son de varios tipos: culturales (Buenos Aires es considerada “la capital sudamericana de la cultura”), tecnológicas (el país tiene infraestructura como para que un turista europeo pueda mandarle e-mails a sus familiares, lo que ciertamente no es regla en la región), legales (las visas se tramitan con facilidad) y, por supuesto, económicas. El tipo de cambio bajo, espíritu de la época kirchnerista, vertebra los rasgos tentadores de unas vacaciones argentinas en un único cuerpo accesible a todos los bolsillos del mundo.
Que la actual gestión porteña de Macri haya amuchado los ministerios de Cultura y Turismo no es más que una gaffe elocuente, expresión destilada de un vínculo cuya legalidad no puede pasársenos por alto. San Telmo se llena de hostels, Palermo alquila sus viejas casas refaccionadas, el tango se baila sobre Avenida de Mayo y el circuito gay-friendly organiza fiestas electrónicas en Puerto Madero. Buenos Aires, en fin, se peina de todas las maneras posibles para la fiesta del consumo cultural: siendo cosmopolita sabe ser también autóctona, combina el inmaculado empedrado de la Boca con la sofisticación de sus muestras de arte contemporáneo y los teatros izquierdistas de la calle Corrientes. Verdadero crisol de significados, la ciudad admite tantos adjetivos como targets cobija: no es una mercancía, sino un entorno merceológico, un ambiente físico que proporciona las coordenadas semióticas del consumo de mercancías culturales de la más diversa procedencia. Ocurre que en la conformación de la “experiencia-Buenos Aires” concursan toda cantidad de fenómenos y se operan toda clase de situaciones curiosas. Una de ellas, no menor, concierne directamente al idioma español. El hecho está ahí para quien quiera verlo: de la mano del el boom turístico, Buenos Aires se ha llenado de institutos de español para extranjeros. La impronta de estos emprendimientos es tal que se puede calibrar mediante una suscinta comparación: si el joven hombre de letras típico, antaño, se dedicaba al periodismo (y configuraba a partir de eso una tópica: pensemos sólo en Arlt y en Walsh), hoy confía las horas de su día a la enseñanza del objeto directo a un estudiante sueco. De un tiempo a esta parte, entre las opciones laborales reales del lector de Foucault, de Burroughs, de Saer, se destaca prístina la docencia de español para extranjeros. Esta circunstancia pone en concurso un complejo de problemas (culturales, lingüísticos, económicos, educativos) cuya actualidad es fehaciente. Muchas cosas se están jugando ahí y todas requieren atención. No sabemos si realmente la literatura ha experimentado un “giro autobiográfico”, no sabemos si los blogs son privados o públicos, pero lo que es completamente seguro es que una fracción importante del joven proletariado intelectual argentino come todos los días gracias a las clases de español, así como también es evidente que mientras que los dos primeros temas pueden no resolverse jamás sin que eso le cambie la vida a nadie, el último designa un modo particular de ganarse la vida de un grupo de gente específico, en este momento y en este lugar.
2. El nacimiento de una mercancía
Según Carolina Schiarotta, autora de una muy informada monografía sobre el tema, la ubicación de la problemática de la industria de las clases de español encuentra su base en la generalización del interés del mundo por el idioma como tal: si ciertas proyecciones aventuran que en 2050 el español será más hablado que el inglés, ya es posible asegurar que en Estados Unidos el español es la primera minoría lingüística (cf. los esfuerzos de Obama destinados a seducir al electorado hispanoparlante), y existen posibilidades de que China, con sus seis millones de graduados por año, apunte el lente hacia nuestro idioma, con las espectaculares consecuencias comerciales que semejante cosa conllevaría; al mismo tiempo, el Congreso de Brasil sancionó por ley la obligatoriedad de incluir el español como materia optativa en colegios primarios y secundarios, y en las universidades del Reino Unido hubo un crecimiento de los cursos de castellano, a expensas de una caída importante en la matrícula del francés y del alemán. Este esquemático racconto permite dar una idea del contexto mundial de la enseñanza del español, que ciertamente tiene en España su afincamiento tradicional, obvio, tautológico; ahora bien, como ya notaba Schiarotta en 2005, el punto es que Argentina también está en condiciones de ofrecer ese servicio; el punto, más precisamente, es que ya lo está haciendo, y las razones aducidas antes, más otras de diversa pertinencia (el clima bueno, la calurosa hospitalidad de los argentinos, etc…) redundan en la conformación de un perfil de país muy competitivo. Un nuevo mercado se ha abierto: este es el hecho en sí mismo.
Tenemos, entonces, una ciudad convulsionada por el turismo. Schiarotta suministra números significativos: según datos de la Secretaría de Producción, durante 2003 ingresaron al país 2 897 777 turistas, y casi cincuenta mil de ellos lo hacía por razones de estudio, lo que da un 1.4% del total (aunque no se supone que ese porcentaje corresponda estrictamente a estudiantes de español, es de presumir que sí a una parte importante). En este punto se comprueba una marcada tendencia creciente. Para esbozarla, baste decir que de acuerdo a una nota de Clarín, en 2005 ingresaron sólo a Buenos Aires 1 834 203 turistas, mientras en 2006 fueron 2 110 088, y en 2007, 2 300 000. (Es la capital la que cobija, por lejos, la mayor cantidad de turistas. Los especialistas explican esto mediante una terminología vagamente deleuziana: a sus ojos, la ciudad logró “desestacionalizar” su oferta, siendo capaz de ofrecer atractivos turísticos todo el año.)
Argentina destino turístico, Argentina lugar donde estudiar español: cuando la convergencia de estos dos predicados deviene simple indiscernibilidad, entonces se da la condición básica del negocio educativo y turístico. Porque para que el aprendizaje de español pueda convertirse en un nicho rentable a partir del cual abrir institutos, formar y contratar profesores, gastar en publicidad, etc., debe darse una notable inversión dialéctica: no basta con que los extranjeros estudien español para venir a Buenos Aires, deben venir a Buenos Aires para estudiar español. No se trata meramente de aprender a pedir un café sino también de transitar los verbos irregulares, de apreciar los gloriosos detalles del voseo porteño. Lo que sucede es llano y económicamente congruente: el valor de uso llamado “clases de español” se ha amplificado, es susceptible de consumos nuevos, acaso más pormenorizados. Un buen publicista tal vez diría: no se estudia español, se lo “experimenta”, y esto en concordancia con otras experiencias –gastronómicas, deportivas, eróticas… Hoy las clases de español son una mercancía con valor para el turista, al lado de las tiras de asado, las entradas VIP a la cancha de Boca y las excursiones por discotecas encopetadas de Zona Norte. Son producidas en ese contexto y a menudo vendidas en paquete, junto a las lecciones de tango, o en cambio colocadas en la serie del circuito gay. Estamos ante una mercancía de reciente auge, y queda por ver quiénes la producen, siendo claro ya quiénes la consumen. Dado que todo lo que es consumo por un lado es producción por otro, evitémonos el decadentismo de la actual filosofía sociológica, que se florea con adjetivadas descripciones de los hábitos de consumo pero soslaya la inscripción del fenómeno en el marco de las efectivas relaciones de producción. Donde hay un turista, hay un carnicero, un museógrafo, un dj y un profesor de español; siendo este último producto elocuente de la revolución turística resultante de la devaluación del peso, estando su actividad completamente atada a este estado mundial de la economía y la lengua, lo que corresponde es ver en qué condiciones trabaja, cuál es su situación, sus problemas, sus demandas.
La cuestión sindical
Desde que el joven profesor empieza a dar sus primeros pasos en el mercado de la enseñanza de español para extranjeros, sufre las consecuencias de no pertenecer a ningún sindicato. Cae desde la nada en un instituto donde su jefe le impone la tarifa, le regula las horas y le paga cuando quiere. Sus compañeros de trabajo, que están en la misma situación que él, suspiran resignados o insultan al aire: nada de esto contribuye a disminuir su sensación de soledad gremial. A la deriva, metafísicamente solo, escribiría de buen grado elegías al sindicalismo perdido y las ocho horas. Tan romántica incomunicación podría ser compensada con un volumen de datos útiles; démosle curso a eso.
El joven profesor no siempre trabaja todos los días, ni trabaja todos los días la misma cantidad de horas. Su “jornada” laboral varía según los alumnos que el instituto consiga y la voluntad del director, quien permanentemente evalúa si le gusta o no su docente, si tiene más o menos antigüedad que los otros, si su perfil coincide mejor o peor con el de la clientela del instituto (esto último, en caso de que el marketing esté afilado). En los cursos de español que dictan las universidades los profesores entran a trabajar en calidad de “docentes universitarios” y por esa razón gozan, cuando efectivamente entran al plantel, de los beneficios del derecho laboral. Pero los institutos privados, que son la gran mayoría, el profesor está por regla en negro, bajo una trampa universalmente admitida, esa mentira de la época: el monotributo. ¿Por qué una mentira? Porque legalmente, si se factura todos los meses a la misma empresa durante un año o más, se entiende que existe una relación de dependencia encubierta bajo la forma de una locación de servicios. En dos palabras: fraude laboral. Al tener a sus empleados como autónomos, la empresa se evita el pago de las cargas sociales correspondientes. No realiza aportes jubilatorios, que caen enteramente sobre los hombros del trabajador; elude también el pago del aguinaldo, las vacaciones, las licencias, la obra social. Además, si quiere dar por concluida la relación laboral, no paga ni una moneda de indemnización. Todos estos perjuicios, de manera paradójica, son presentados por el dueño del instituto como ventajas, y efectivamente terminan apareciendo como tales ante el trabajador: si está como monotributista, el profesor, que seguramente estudia en la universidad, podrá regular sus horarios según le convenga; si quiere irse a un mejor trabajo, podrá hacerlo sin decir agua va (lo mismo vale si deciden echarlo); si quiere días para estudiar, los tendrá (sin cobrar); si está enfermo, podrá llamar y decir que no va a dar la clase (y la perderá); si quiere irse de vacaciones de mochilero a Centroamérica por dos meses, adelante (sin goce de sueldo). La relación de dependencia encubierta, además, significa que la antigüedad no cuenta, y que los aumentos de sueldo se rigen por la habilidad de negociación del dueño y la raramente colectiva capacidad de presión del cuerpo docente, todo esto sin ningún tipo de control arbitral.
De instituto a instituto las tarifas son totalmente variables. Un profesor puede migrar y ganar dos pesos más por hora, pero no hay nada que pueda tomarse como patrón de referencia para un reclamo. La hora de clase suele oscilar de los 14 a los 33 pesos, y una cuenta simple permite ver que a fin de mes, con un supuesto de 5 horas de clases por día (lo cual ya es decir bastante), en un caso se perciben $1400, y en el otro $3300, siempre por el mismo trabajo. Esta diferencia se emplaza en diversos factores: las instalaciones, la zona, el tipo de público al que apuntan (adultos, jóvenes, empresarios inversionistas, turistas multiculturales), los servicios adicionales (alojamiento, paseos, tours, clases de tango, de conversación, clases de español orientado a determinadas áreas o tópicos: economía, derecho, medicina, conversación, etc.). Pero semejante diversidad no se limita a agotar las posibilidades lógicas del arco tarifario: faltando un valor standard de la hora de trabajo, los sistemas de pagos son caprichosamente disímiles. En ciertos casos se paga por hora, fijo, sin importar la cantidad de alumnos que tenga el curso; en otros, se paga de acuerdo a la matrícula de alumnos y al carácter grupal o individual de la clase; otros agregan algunos pesos si las clases se dictan fuera de la Capital Federal.
Todas estas características que hacen a la inestabilidad y precariedad laboral se relacionan íntimamente con la altísima atomización y dispersión de la oferta de institutos. El primer síntoma es la falta de datos oficiales actualizados: de acuerdo a la monografía de Schiarotta, el Ministerio de Turismo consignaba en el año 2005 tan sólo 20 instituciones, privadas o públicas, dedicadas a la enseñanza de español; hoy, si se le pregunta a jóvenes estudiantes de letras de qué trabajan, dirán los nombres de otros cien establecimientos. ¿Y el Centro de Estadísticas del Gobierno de la Ciudad? Nada dice, nada sabe, como tampoco sus dependencias. Google, más solícito, había arrojado 1 260 000 de entradas a la búsqueda “clases de español en buenos aires”, y sólo en las diez primeras páginas aparecían 34 instituciones.
La atomización se relaciona con dos factores básicos: en primer lugar, el escaso control oficial. Estos institutos, en su gran mayoría, no expiden títulos oficiales, a lo sumo preparan a los alumnos para que den algún examen como el DELE, expedido por el Instituto Cervantes, o el de la UBA. Por lo tanto, ¿para qué registrarlos? El otro factor, más interesante aún, tiene que ver con las mediocres condiciones de trabajo que se dan en los institutos en general. Sin antigüedad que valga, la forma más rápida de ascender dentro del rubro es hacerse jefe de sí mismo. Así, cualquier profesor, luego de seis meses de aprender el oficio (el tiempo es breve por el grado de improvisación de la actividad), empieza a tener el sueño del instituto propio. No es difícil: debido justamente a la falta de control, con un departamento más o menos bien ubicado, un poco de gramática, algunas pizarras de plástico y un par de amigos, cualquiera puede tener su propia institución dedicada a la enseñanza del español para extranjeros. De ese modo, no hay intermediarios que se cobren con una comisión (variable), y el profesor puede quedarse con todo el dinero que pagan sus alumnos.
Altísima dispersión, profunda desprotección legal. El profesor, entonces, se pregunta qué hacer. Harto de la resignación generalizada en sus compañeros de trabajo, decide ir adonde corresponde, el Sindicato de Docentes Privados, SADOP, que está dentro de la CGT. La respuesta de los asesores del SADOP con seguridad habría interesado a Alfred Jarry: no hay sindicalización posible, al menos por esa vía, la del sindicato (¿?). De acuerdo con la normativa, y siempre según SADOP, las condiciones de trabajo del profesor de español para extranjeros son las mismas que si el hubiera decidido poner una academia con amigos y dar clases (sic). Se plantea así un círculo vicioso sindical, según el cual el sindicato no puede intervenir a menos que las condiciones de trabajo se ajusten a la de los trabajadores que ya están enmarcados dentro del convenio que firmó el sindicato. Un caso real confirma este absurdo: de acuerdo al testimonio de un joven profesor de español que trabaja en un instituto de la Capital Federal, su jefe quiso ponerlo en blanco, pero no pudo hacerlo porque no existe convenio para el cual hacer el contrato (pues las condiciones de trabajo de, por caso, un docente de una universidad privada y uno de un instituto no son exactamente las mismas, empezando por la cantidad variable de horas). La única vía, según SADOP, es ir a plantear el caso al Ministerio de Trabajo. Aquí se abren dos opciones: agotadas las instancias de negociación con la patronal, el profesor puede reclamar individualmente con un abogado en el Ministerio, conminando a la empresa a que lo blanquee (recordemos, este reclamo es de carácter individual). Si la empresa se niega, lo que es probable, puede darse por despedido, ir a mediación y si la misma falla, a juicio. El otro camino es hacer la denuncia en la Policía del Trabajo, que puede abrir un sumario para probar el fraude laboral, e intimar a la empresa a blanquear a sus empleados.
4. Lengua y política, en serio
En resumidas cuentas, ésta es la situación. El sueño del instituto propio es razonable hoy pero inseguro mañana: estando tan atado el negocio a los vaivenes del turismo, una alteración menor en el tipo de cambio tendría consecuencias drásticas en la demanda de clases de español. Quienes en ese escenario estuviesen en negro, o fuesen sus propios jefes, carecerían de toda defensa y terminarían inexorablemente desocupados. Si es fácil independizarse, es fácil también perder el trabajo, y para la ley ambas cosas son lo mismo: sombras nada más. El sindicato se comporta tautológicamente: el docente de español no existe porque no está en ningún gremio y no está en ningún gremio porque no existe. Pero supongamos que esta desidia es habitual o folclórica. Más llamativo es que los mismos profesores, todos ellos esmerados universitarios con un caudal de lecturas izquierdistas muy por encima de la media nacional, desconozcan sus derechos laborales básicos, sus propios intereses como trabajadores. No es increíble que un obrero textil boliviano no tenga conciencia de clase, pero en un hombre de letras a punto de recibirse la falencia resulta bizarra. Ahora bien, esto es justamente lo que sucede todo el tiempo. Y tal vez una de las causas se pueda buscar en la bibliografía obligatoria del joven estudiante de hoy. Después de leer mil veces que el proletariado ya no existe más, que lo mató el post-fordismo, que hay que devenir multitud, que el campo cultural es irreductible, etc., etc., no es raro que los jóvenes sean inaptos para organizarse y pedir un inocente aumento salarial, pues con ello no sólo están exponiéndose prácticamente ante el patrón, sino también teóricamente ante sus profesores. Lo que les queda, entonces, es la simple lamentación, la solidaridad en el berrido: no son proletarios (porque para ello, han leído, es imprescindible tener la piel negra, usar overol, carecer de modales, desconocer a David Bowie, siendo secundario aquello de “vender la fuerza de trabajo en la sociedad de las mercancías”), y no obstante padecen las miserias de pertenecer a la clase explotada, esa que supuestamente no existe. La teoría cultural, la teoría literaria, la sociología postmarxista, o sea: el nauseabundo sistema de teorías inútiles que reina inmaculado en los centros intelectuales ha logrado producir un trabajador tan calificado como desorientado, tan bilingüe como ignorante, a un tiempo cosmopolita, culto e impolítico. Podría ser hora de perimir las elucubraciones fantasmagóricas (tan caras a catedráticos, periodistas e intelectuales en general) acerca de si la lengua es o no es política, para pasar a considerar al conjunto humano que realmente trabaja con la lengua, vendiendo su fuerza de trabajo en un contexto de desprotección y anarquía. En este momento, en Argentina, se enseña generalizadamente español, se paga por español y se trabaja de profesor de español. El hecho es que la actividad está en negro; el hecho es que los profesores ven en sus patrón un amigo, un par, a lo sumo una mala persona que los esquilma, pero no ven la contraposición estructural de intereses. Ningún discurso contemporáneo sobre la lengua debería soslayar esto: ¿cuáles serían, si no, las tareas de una verdadera crítica cultural?
POSDATA: sobre el cierre de esta edición nos llegó, vía mail, el dato de un blog que postea información importante en lo concerniente a problemas de los profesores de español; también intenta motorizar actividades reivindicativas. El link es http://www.explotele.blogspot.com/
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2 comentarios:
Muy bueno el artículo de la revista Planta. Lo que faltó decir es que Carolina Schiarotta, la autora de la tan documentda monografía, es (o era, junto con V. Gigante) dueña de "Via Hispana", un instituto más de los que tienen monotributistas por años, (pagando, además, las horas más baratas del mercado).
coincido con el comentario anterior, me ha parecido muy bueno sobre los relacionado con la informacion de los abogados laborales y mucha informacion laboral tambien. Los felicito
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