lunes, 29 de diciembre de 2008

¿Qué aprendimos en un mes de organización?

Luego de poco más de un mes de organización ya aprendimos algunas cosas. Las categorías de “ejército industrial de reserva”, “obrero golondrina”, y “falsa conciencia” tienen vigencia plena, y pudimos constatar de qué modo se particularizan en nuestra situación.

Dicho y escuchado tantas veces:

“Si yo exijo algo en mi lugar de trabajo, atrás de mí hay miles haciendo fila para ocupar mi lugar”. Que trabajemos a la sombra de un infinito ejército industrial de reserva siempre listo para reemplazarnos, nos sirva para operar con cautela, no para inhibirnos.

“Yo acá estoy de paso, sólo quiero juntar plata para irme de vacaciones a Bélice, y si no me gustan las condiciones de mi trabajo, me voy a otro lugar y listo”. El pensamiento de obrero golondrina estalla cuando recordamos que, por más que vuele hacia horizontes quizá más calmos, todo trabajador lleva consigo la lucha de clases, lo sepa o no.

“Yo no soy un trabajador en dependencia, soy un masajista lingüístico que cobra honorarios por hora. No tengo patrón, tengo un cliente, y si me voy le puedo hacer un juicio y obtener mucho dinero para irme de vacaciones a Bélice”. Peor que un esclavo, que por lo menos tiene la garantía de un amo y no tiene que salir a buscarlo con un esmerado CV. El trabajador que se cree un profesional liberal tiene una conciencia falsa del lugar que ocupa en la estructura económica: se pretende un pequeño capitalista que va al mercado a buscar un cliente cuando en realidad es un trabajador que va en busca de un nuevo amo.

La vigencia operativa de este modo de pensar, en estas frases y en tantas otras, no tiene por qué sorprendernos: son una colección de ideas del capital, que circulan con el fin de garantizar su modo de producción. Los usuarios de este modo de pensar, aunque lo hagan de manera involuntaria, no son por esto menos responsables de las consecuencias que tiene.

Algo atendible: si bien es innegable la sensación de que, por ejemplo, podemos ser despedidos en cualquier momento, esto no nos obliga a detener el hilo de nuestros pensamientos cuando lo recordamos, o peor aún, a que esa sensación opere como una autocensura que recorta el campo de nuestras posibilidades de pensar y actuar. No decimos que hechos como la falta de puestos de trabajo no sean constatables en la realidad, pero alarma la ausencia de interrogantes que conmocionen estos enunciados. No abundan quienes se preguntan: ¿cómo puede ser que yo esté pensando así, de este modo que finalmente me inhibe en la acción e impide mi acto? ¿Qué pasó históricamente para que la oferta de trabajadores siempre exceda las vacantes? ¿Por qué el dispositivo desde el cual deletreo la realidad de mis condiciones de trabajo no es más que un puñado de frases hechas, repelentes a toda pregunta?

El trabajo en cada instituto tiene que orientarse a relativizar estas chicanas a la luz de las enseñanzas de la economía política, sin promesas de victoria, sino más bien recordando que el fin de la lucha a la que nos unimos no es tanto la recompensa individual de un aumento de salario con la garantía de un amo más estable: es desenterrar y volver a tirar al aire la flecha que arrojaron los que nos precedieron en la lucha, es ocupar lo que ellos pensaron como su futuro y ajustarlo a las condiciones actuales que ellos no pudieron anticipar.

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