1. Los años 90: una vuelta de tuerca
Según el relato convencional, si durante los años 60-70 gran parte de la juventud adhirió, en sentido amplio, a una causa política (desde la militancia de base hasta la participación en organizaciones que habían optado por la lucha armada), una vez terminada la dictadura, con el retraimiento de los jóvenes hacia posiciones descomprometidas, esa tendencia se invirtió. Se habló entonces de descreimiento de la política a secas y de que uno de los mayores triunfos de la dictadura y de la década neoliberal habría sido ese, “despolitizar” a la sociedad en general y a la juventud en particular. Ahora bien, habría que pensar las limitaciones del alcance de este imaginario. ¿No podría ser que corresponda a un sentir de clase y que el tren de la organización pasara por al lado de nuestros enceguecidos ojos de clase media? Sólo a modo de ejemplo y sin pretensión de hacer una medición exhaustiva del índice de movilización de la época, para acercarnos a una respuesta al interrogante planteado arriba, podríamos aportar algunos datos. Por ejemplo, podríamos registrar un hecho verificado por sociólogos y politólogos del más amplio arco ideológico: la conformación, desde fines de los 80, de nuevas y múltiples organizaciones integradas por trabajadores desocupados (la Federación de Tierra, Vivienda y Hábitat, la Corriente Clasista Combativa, el Movimiento Teresa Rodríguez, el Movimiento de Trabajadores Desocupados), algunas de ellas asociadas al movimiento piquetero, creadas para hacer frente al nuevo modelo económico-político que, según lo ya archiconocido, la dictadura ayudó a instalar y el menemismo terminó de implementar.
¿Y qué pasó en el mundo estrictamente sindical? Aunque quizás, tras los años 90, una de las marcas más fuertes que quedaron en el imaginario colectivo de la clase media sea la percepción del sindicalismo corrupto, los datos de la realidad pueden contradecir esta imagen instalada. Porque la arena sindical no estaba ocupada sólo por la CGT oficial que apoyaba las reformas encaradas por el gobierno de Menem. Por el contrario, frente a esta rama cegetista, estaba, por un lado, la CGT rebelde de Moyano y, por el otro, un sector del sindicalismo que eligió por la salida de la Confederación y que fundó en 1996 la Central de los Trabajadores Argentinos (CTA). Ambas líneas sindicales se encargarían, desde modelos organizativos diversos, de movilizar a los trabajadores contra la flexibilización que, impulsada a toda máquina desde el gobierno, suspendía derechos laborales básicos.
Entonces, lo cierto es que la aparición de piqueteros, de movimientos de desocupados, de organizaciones territoriales y de nuevos modelos y líneas sindicales vendría a confirmar que el famoso “fin de la política” de los 90 no fue tal. Como vimos, al menos parte de los sectores populares descreían de la realpolitik de los nuevos tiempos (y no de la política a secas) y practicaban nuevas formas de movilización para hacerle frente. Esto da cuenta de que el potencial organizativo, lejos de ser vaciado, se transformó. Para ilustrar este cambio, pensemos que si antes la figura disruptiva era el trabajador combativo (el 65% de los detenidos-desaparecidos fueron delegados gremiales jóvenes), al iniciarse la década pasada el lugar de la máxima combatividad pasó a estar reservado no sólo a trabajadores, en una posición cada vez más frágil, sino también a los millares de desocupados que la política económica de los 90 dejó como palpable consecuencia. A este respecto las cifras son bien claras: si para 1990 la tasa de desocupación era del 6%, en octubre de 2002 pasó a ser del 14. 7 %.
2- Nuevas experiencias de organización
SIMECA
Junto al desempleo y la creación de leyes laborales que precarizaban los puestos existentes, en los 90 se multiplicaron las personas en edad activa que obtenían su sustento en actividades relativamente nuevas, en general con alto nivel de informalidad: desde paseadores de perros y puesteros en ferias al aire libre, hasta empleados de servicios técnicos tercerizados. En este panorama heteróclito de informalidad, hay una actividad que se volvió muy visible en los nuevos tiempos: el servicio de mensajería. Basta pasar cualquier día de la semana al mediodía por la 9 de Julio para divisar conglomerados de motos estacionadas en las paradas y los comedores que le son especialmente destinados.
Las condiciones laborales de este gremio eran (y son) particularmente críticas: falta de marco regulatorio propio para el sector, 70 % de trabajo en negro, jornadas laborales que superan las 8 horas, aprovisionamiento del propio trabajador de los instrumentos necesarios para desarrollar su tarea (ropa, handy, moto), salario atado a la productividad, o sea, a la cantidad de viajes hechos. Este último punto es el que hace muy peligroso el trabajo de mensajería; como indica un motoquero, dado que en el sector la superproductividad “significa acelerar a 100 kilómetros por hora en la 9 de Julio y Corrientes”, los índices de mortalidad alcanzan niveles muy altos (se registra un promedio de ocho muertes por mes en Capital Federal). La ecuación es simple: para llegar a percibir un salario racional, es necesario subir la velocidad de la moto.
Sobre el fondo de ese estado de cosas, a fines de los 90 un grupo pequeño de trabajadores comenzó a organizar asambleas de mensajeros. De esa experiencia surgió en 1999 SIMECA (Sindicato Independiente de Mensajeros y Cadetes) que hoy cuenta con más de 1400 afiliados, y que se referencia en la CTA. Con una modalidad organizativa que privilegia el trabajo en cada agencia, los triunfos se hicieron esperar, pero finalmente son palpables. Así, el sindicato logró el blanqueo de muchos compañeros, luego de obligar al gobierno de la Ciudad a hacer un registro de agencias; consiguió que la mayoría de los empleadores pague al trabajador la mitad del valor del viaje, que duplique ese valor los días de lluvia y que se haga cargo del handy.
El camino reivindicativo a seguir es todavía muy largo. Dentro de lo gremial, el reclamo más urgente es el del salario fijo, que ayudaría a reducir notablemente los índices de mortalidad que tiene la actividad. Por otro lado, SIMECA busca desde hace años que el Ministerio de Trabajo le otorgue la personería gremial. Este otorgamiento ampliaría sus posibilidades de acción al brindarle al sindicato un amparo legal que, sumado a la fuerza de la base, vendría a apuntalar el trabajo que viene haciendo hasta hoy.
METELE y el Observatorio de la Actividad Editorial
En el 2008, diez años después de la creación de SIMECA, surgen dos intentos de organización sindical que, más allá de las diferencias entre las actividades, tienen un punto de contacto con el sindicato de mensajeros: nos referimos a Metele (Movimiento de Trabajadores y Educadores de Español como Lengua Extranjera) y al Observatorio de la Actividad Editorial, dos proyectos organizativos cuyos miembros son, como los del sindicato de motoqueros, en su mayoría menores de 30 años.
La docencia de español para extranjeros como actividad económica, si bien ya existía en los 90, cobró una aceleración importante tras la devaluación que posicionó a la Argentina como un destino turístico no sólo seductor sino también muy barato. Sin ninguna estadística oficial (derivada de la ausencia de regulación y registro estatal de la actividad), los miembros de Metele estiman, a partir de un censo realizado por ellos mismos (cuyos primeros datos están disponibles en lacarteleradelmetele.blogspot.com), que solamente en la Ciudad de Buenos Aires hay unos 500 profesores. Las condiciones laborales tienen varios puntos de contacto con la de los motoqueros, haciendo la salvedad de que ningún profesor de español expone su vida si enseña la oposición indicativo-subjuntivo a toda velocidad: 22% de trabajo en negro, 58% de monotributo, sueldo atado a la productividad (se cobra por clase dictada). La falta de vacaciones pagas, aguinaldo, licencias por enfermedad, indemnizaciones, además de la inestabilidad del empleo y del salario, que se derivan de la primacía del monotributo, constituyen los primeros blancos contra los que Metele se propone luchar. Más a largo plazo, esta agrupación sindical tiene como objetivo crear un marco legal que reconozca las especificidades de la actividad. El mismo reglamentaría cuestiones que tienen que ver estrictamente con las condiciones de trabajo de los docentes, pero también otras vinculadas a lo académico. Dentro de estas últimas el tema del título habilitante es un punto importante frente al cual Metele ya empezó a delinear una posición. Según se lee en su primer boletín, la intención sería asegurar la calidad académica de las clases sin poner en peligro los puestos de trabajo existentes. Por ello, la organización apunta a que pueda establecerse algún tipo de certificación donde no sólo tengan validez los estudios realizados, sino también los años ya trabajados como docente.
A diferencia de lo que sucede en la enseñanza de español para extranjeros o la mensajería, la mano de obra empleada en las distintas ramas de la actividad editorial no es necesariamente joven; sin embargo, los impulsores de la iniciativa de sindicalización, egresados y estudiantes de la carrera de Edición de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, sí lo son. En cuanto a sus condiciones de trabajo, los principales problemas que encuentran los profesores de español se asemejan a los que en su propio gremio registran los miembros del Observatorio (observatoriodeeditoriales.blogspot.com). Pensemos que el proceso editorial involucra a múltiples trabajadores, tantos como ramas tiene la actividad: editores, diseñadores, correctores, ilustradores, traductores. Las grandes editoriales suelen tener un trabajador a cargo por área, contratado como la normativa vigente lo exige, y luego emplea en calidad de monotributistas al resto de los trabajadores necesarios para que el producto libro llegue a los anaqueles de la librería. Entonces, otra vez, nos encontramos con la presencia fuerte del monotributo y de las consecuencias que de él se deducen (falta de vacaciones, aguinaldos, régimen de licencias inexistentes, etc.). Como les sucede a los profesores de español, la discrecionalidad con que se maneja el valor de las tarifas (de la hora de clase o de la tarea editorial), dificulta la negociación salarial. Para ponerle un freno a esta situación, el Observatorio está trabajando actualmente en la confección de un tarifario en el que figure el valor de cada tarea y que permita reducir las desigualdades salariales existentes entre trabajadores que realizan una misma actividad.
3- ¿Trabajador? ¿Yo?: identidad profesional e identidad sindical.
Fuera de la edad de los propulsores de la organización y de las malas condiciones laborales, hay un rasgo fundamental que diferencia a SIMECA de Metele y del Observatorio y que emparenta a estas dos últimas: la extracción mayormente universitaria, y en esa medida de clase media, de los trabajadores que constituirían sus bases. Por ello, el panorama organizativo de la industria editorial y de la docencia de español tiene su propia especificidad. En este orden de cosas, dos problemas principales pueden anotarse como asociados a aquella procedencia universitaria. En primer lugar, el ya señalado rechazo que para gran parte de la clase media tiene la actividad sindical; esto significa que las propias bases a las que estas organizaciones buscan representar son en principio refractarias al concepto mismo de sindicato. Segunda cuestión, vinculada a la anterior: pese a que al menos en principio la formación académica debería dotar a los estudiantes de disciplinas ligadas a lo humanístico de cierta capacidad de lectura de sus condiciones materiales, en la práctica ocurre lo contrario, y los profesores de español como extranjeros, los correctores, los editores, se resisten a verse a sí mismos como lo que son: trabajadores. Más bien, y de acuerdo a lo que cuentan tanto Metele como el Observatorio, tienden a entenderse como profesionales liberales caídos en desgracia, cuyo horizonte de máximo triunfo en términos laborales suele ser el instituto o la editorial propios. A los obstáculos y conflictos laborales, se le agrega entonces un problema de conciencia, que termina transformándose en uno operativo: si no se conciben a sí mismos como trabajadores, difícilmente los profesores de español y los editores podrán querer asociarse en una agrupación que organiza, precisamente, asalariados.
En este sentido, hay una discusión que es sintomática de estos problemas. Es el debate sobre profesionalización vs. sindicalización, el cual se da al interior tanto del cuerpo de docentes de español como del de trabajadores editoriales. De un lado estarían los que afirman que para regularizar la actividad hay que empezar por profesionalizarla, por lo que proponen armar una colegiatura fuerte que defienda con uñas y dientes las incumbencias del título universitario. Del otro, los profesores, editores, correctores que, con título o sin título, ejercen como tales, pero que antes de desearse como profesionales colegiados se reconocen como asalariados. En calidad de trabajadores saben que para regularizar su sector hay que comenzar por reivindicar mejoras en las condiciones laborales, para lo cual no hay otro camino que la organización sindical.
Ahora bien, tal vez habría que revisar más en detalle lo que dicen estas voces opuestas. ¿No se podría incluso intentar distender la dicotomía hasta superarla? La profesionalización per se de una actividad no tiene por qué ser excluyente de la reivindicación gremial. El quid de la cuestión sería entonces pensar qué se entiende por “profesionalizar” y cómo se instrumentaliza.
Para desenmarañar un poco esta problemática e intentar hacer compatibles las dos instancias podría proponerse una pregunta por el orden de su consecución: en vista al objetivo de regular la actividad editorial y la docencia de español, ¿cuál de los procesos se debería dar primero? ¿La movilización gremial o la profesionalización? A pesar de que siempre se acepta, siguiendo las lecciones más básicas de matemática, que el orden de los factores no altera el producto, en este caso que analizamos pareciera que sí. ¿Por qué? Si como algunos exigen se comenzara por la profesionalización no habiendo pasado por una etapa previa de trabajo sindical y por cierta práctica de lectura de las condiciones materiales, el resultado sería que la calificación académica se haría al costo de la conciencia de los trabajadores. Y esto porque, de no haber reconocimiento de pertenencia a la clase, el título funcionaría como un mero instrumento que otorga competitividad en el mercado laboral. De esta manera, la profesionalización constituiría una herramienta de atomización de los trabajadores, quienes, jerarquizados según los títulos obtenidos, encontrarían serias dificultades para coincidir en un colectivo gremial que los asociara según intereses compartidos. Por el contrario, si se va primero por la sindicalización, una vez que se acepta la pertenencia al populoso grupo que, salvando todas las diferencias, tiene que trabajar para vivir, las ventajas que brindaría la calificación podrían traccionarse para el conjunto de los trabajadores de la actividad.
Más allá de este debate, las experiencias de Metele y del Observatorio señalan algunos puntos interesantes. En primer lugar, evidencian que la acción colectiva es buena no solamente en términos ideológicos, sino también, y a pesar de las dificultades, en un sentido muy concreto: hechos como el tarifario del Observatorio o el intento de blanqueo de Metele son impracticables individualmente, y pueden promover una situación laboral mejor, más estable y consolidada que cualquier negociación llevada a cabo por un profesional orgulloso de su aislamiento. Además, indican que, al menos en el caso de Metele y Observatorio, una expresión concreta de la famosa “vuelta de la política” de los últimos años está dando lugar a experiencias que permiten cierta articulación entre la universidad y formas organizativas propias del mundo del trabajo de los sectores populares. En este sentido, mostrar que la presencia, por ejemplo, del trabajo en negro, del monotributo o del salario atado a la productividad son factores que precarizan el empleo de un universo heterogéneo de trabajadores que incluye a motoqueros, correctores, editores, traductores y profesores de español no tiene otro fin que ayudar a la visualización de un marco común que incluye a universitarios y no universitarios.
Sumando a lo dicho, la creación de estas dos organizaciones (o, mejor dicho, la necesidad de su creación) tendría otra implicancia interesante. Podría señalar que una de las deudas de la política intrauniversitaria es llevar adelante o acompañar propuestas de actividad sindical capaces de intervenir en las condiciones de vida de los estudiantes y graduados de una manera efectiva. El hecho de que los miembros del Observatorio militen a su vez en distintas agrupaciones internas de la carrera de Edición (Los necios y Pasajeros de edición) y de que la inquietud por lo gremial haya surgido al calor de los debates universitarios habla, a su vez, de que se está dando un paso en este sentido.
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